lunes, 10 de diciembre de 2007

PRINCIPE Y MENDIGO


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PRÍNCIPE Y MENDIGO
“Primo, tengo unos tangos que le quiero dedicar a Pepe, el del Candela. Ya le podrías hacer tú una letrita ...”
Mi más antiguo recuerdo de Paco Príncipe resuena en esa frase; no fue, desde luego, la primera, pero sí la que estableció un vínculo, un curioso vínculo flamenco, entre nosotros. Debió pronunciarla a mediados de los noventa, poco después de que Curro del Realejo (de Lavapiés por aquel entonces) nos presentara formalmente: Aquí el primo Paco. Porque Paco siempre fue el Primo. Lo del apelativo principesco lo supe después.

El caso es que cumplí y esbocé una letra que todavía debe de andar por ahí, y que no soy capaz de recordar pese a habérsela cantiñeado al Primo. “Dame candela, Pepe, dame candela ..”. Esbocé, digo, porque la cosa se quedó en intento, y salvo un estribillo y un par de tercios cojos, no llegamos a coronarla. Un día, en su casa de San Blas, la grabamos en el cuatro pistas, metidos en el cuartito donde Paco impartía sus clases de guitarra. Por julio debió de ser, con un calor del carajo y pertrechados de cerveza helada. No sé si era feliz o demasiado joven, pero aquello me supo a gloria. Por la ventana abierta nos llegaban los ladridos de un perro. A compás.

Y el cuatro pistas se hizo mítico intermediario de nuestra amistad.¡Ese rever...!

- Cántame por soleá, primo.
- Más quisiera yo.
- Venga, joé ...

De primo a Primo, vinieron ratitos de cante. Algunos bolos mínimos. Nos trajeamos como dos padrinos sicilianos para atender un compromiso en Los Molinos, un pueblecito de la sierra norte de Madrid. Llamo al Primo y se lo planteo:

-Mira, primo. Que resulta que hay una cena de ganaderos y quieren un ratito de cante.

Que llamarle, localizarle más bien, no era poca cosa. Tenía el móvil más inmóvil del mundo. El más durmiente.

-¿Los queeeé...?
- Los Molinos, primo.
-¿Dónde coño está eso?

Total, que allá fuimos. El utilitario de un colega nos llevó, dando tumbos por la carretera comarcal. Por compañía, dos altavoces, micros y una mesa canina. El equipo de sonido de los artistas.

Y lo que pasa. Llegar al cotarro, con el tiempo de probar sonido, ya guapeaos los dos, y encontrarnos con que nos han montado el palenque, con sus dos sillitas, encima de una especie de turbina, máquina infernal, que ocupaba todo un rincón del salón-restaurante. Vamos, como encaramarse al motor del Titanic, trepando como un sherpa . Implanteable cambiar de sitio el escenario.

Encima, un servidor en plan frugal. Nos ofrecen de cenar y se me ocurre que con el estómago lleno no saldrá bien el cante –los flamencos no comen ¿lo sabíais?- ; así que me reservo para después de la actuación. El Primo, posibilista siempre, toma otros derroteros:

- Pues tu verás, pero yo este chuletón me lo ajusticio ahora mismito.

En fin, que aquello se puso de bote en bote. Ganaderos y mascapuros del más amplio pelaje, venidos de varias fincas de la sierra, tronaban en voces y cubiertos en ristre, despachándose un festín carnívoro de aquí te espero. Allí no se callaba ni el cocinero. Para más inri, café, copa y puro, por si no estaban sueltecitas las lenguas.

- El carro de la fortunaaaaa....

Había que partirse por soleá, y ahí estaba el Primo, tirando acordes de apoyo por lo bajini, y riéndose, por lo bajini también, con aquella cara de cruasán de perfil que tenía. Que, por cierto, recuerdo que a veces, señalándole las pintas, algunos le preguntaban si era calorré, y él siempre decía: Judío, coño, que soy judío ¿no se me nota en la cara?

Pues eso, que ni caso por parte del sector ganadero, totalmente entregado a su orgía. Y el Primo que se sigue riendo, agachando la frente por si nos diquelaban. Pausa de falseta.

- Antoñito, yo que tú me cantaba El Emigrante.
- Casi que sí, primo.

Pero nada, seguí con lo mío. Al final nos pagaron y todo.

ANTONIO VALENTÍN